27/9/11

Tony Manero, de Pablo Larraín (2008)


Raúl Peralta (Alfredo Castro)
Pablo Larraín, antes de filmar Tony Manero, venía de un gran fracaso cinematográfico con su fallida Fuga, una tentativa al ritmo de las superproducciones que intentó cautivar al gran público, al mismo tiempo que ofrecía una historia interesante y atractiva. Claramente no lo logró, y el resultado fue una burda muestra de inexperiencia y ambiciones que solo tuvo 3 puntos altos: la composición musical, la actuación secundaria de Alfredo Castro y la primera mitad de la película, la cual casi nos seduce si no fuera porque poco a poco va cayendo en los típicos errores del cine chileno, a veces contaminado de mal gusto, anacronismos y un criollismo opaco y limitante que suele corromper las buenas ideas. El director logró reponerse y aprender de algunas falencias, pero no de todas, y ese balance es el que da orígen a Tony Manero, un film muy superior al anterior pero aún tibio y poco convincente.

La idea base de la película es ofrecer una suerte de thriller socio-político, arraigado en los ya abusados tiempos de dictadura, aunque desde una visión original que realmente se sustenta con una atmósfera bien lograda, una fotografía decadentista muy adecuada para la ocasión y una perspectiva inteligente que nos introduce en los peligrosos años del Régimen Militar. Incluso se nos entrega una dosis de psicoanálisis a través de personajes bien pensados, patéticos y grotescos como la sociedad que se nos pretende describir, pero torpemente excesivos, inverosímiles y explícitos en su intención de fondo. Porque Pablo Larraín, hijo de dos históricos militantes de la derecha chilena, no podía sino forzar políticamente una realidad que quizá nunca le tocó vivir en serio, y la fachada teórica que construye a través de su película no logra ocultar esos vacíos de experiencia que son nocivos tanto para la obra como para el artista detrás de semejante empresa.

Decadencia y patetismo.
La marginalidad retratada en Tony Manero es muy efectiva visualmente, se escapa del criollismo incrustado a su anterior producción, y se refuerza con un elenco de actores liderados por un Alfredo Castro inspirado, más profesional que nunca y metido cien por ciento en su papel.

Raúl Peralta (Alfredo Castro) es un bailarín aficionado, admirador del John Travolta de Fiebre de sábado por la noche, que sueña con convertirse en el doble chileno de Tony Manero, siendo capaz de hacer cualquier cosa para alcanzar sus objetivos. El personaje es un maniático trastornado que parece no desear la fama, sino más bien transformarse en su ídolo como una forma de escapar de la angustiante realidad que lo acecha. Para conseguirlo, acude constantemente a ver su film favorito en esas viejas salas del centro de Santiago, en escenas nostálgicas y enternecidas que rozan tanto lo emotivo como lo patético. La película en sí está cargada de escenas como ésta, que resaltan igual que joyas en el barro y nos dan intermitentes momentos de buen cine, aunque eso no sea suficiente para concluir una obra maestra. Lo que sí se logra es un ambiente viciado por los trastornos obsesivos de una sociedad violenta, en guerra constante contra los cuerdos y los idealistas, donde los psicópatas y los asesinos como Raúl Peralta encontraron su verdadero hogar.
Retrato de la marginalidad en dictadura.

Pablo Larraín, contra todo pronóstico y prejuicio, logra dar una visión muy atinada de ese Chile marginal de la dictadura, un punto de vista quizá personalizado y demasiado discutible, pero firme en sus verdaderos propósitos. El director logra interpelarnos con secuencias crudas y agresivas, además de guiños provocativos a nuestro deplorable pasado político, aunque su ya característica frivolidad cinematográfica y la eterna ambigüedad entre realidad y ficción, más bien nos lleven a perdernos en una película que pudo haber sido mucho más de lo que fue.

A pesar de esto, Tony Manero ganó un sinfín de premios y captó la atención de la crítica internacional, lo que quizá nos obligue a reconocer las aptitudes del director, aunque más que nada nos siga manteniendo alerta a la madurez de su talento y a la expectativa de que en un futuro próximo nos entregue una película que se defienda sola, sin necesidad de trofeos, contactos y artificios que medien por ella.

Por Patricio Contreras N.




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15/9/11

En la cama, de Matías Bize (2005)


En la cama se estrenó en un año privilegiado para el cine chileno, donde también se publicaron otras interesantes películas como Play, de Alicia Scherson, y La Sagrada Familia, de Sebastián Campos, ambas con muy buena recepción, dando paso a un optimismo favorable para renovar el estancado cine nacional, obstruido hace algunos años por obsesiones criollistas y populistas. Matías Bize, que antes ya había llamado la atención (tanto en Chile como en el extranjero) con su ópera prima Sábado (2003), se embarcaba en ese destacado 2005 al lanzamiento del presente film, apoyado por una productora alemana que lo ayudó en el procedimiento. El resultado fue una película sencilla pero profundamente conmovedora, fórmula que ya es parte del sello personal de este joven director.
Daniela (Blanca Lewin)

Para algunos, los espacios reducidos donde Bize sitúa sus largometrajes resultan aburridos y poco llamativos, a lo que uno se pregunta: ¿tendrán problemas de déficit atencional, necesitarán explosiones y tráfico de drogas para entretenerse, o aquella perspectiva estática les producirá algún tipo de claustrofobia? Porque esos ambientes limitados y tensos donde transcurren sus películas, más que nada buscan intensificar la emotividad de las situaciones, centrar la atención del espectador en la originalidad del guión y su recepción emocional, además de darle un terreno propicio a los actores para improvisar y dejarse llevar como si su vida diaria estuviera siendo filmada. Esta no resulta ser una mirada rentable ni mucho menos propicia para los espectadores de cine hollywoodense, y eso talvez explica las contradicciones entre su éxito de crítica y su irregular recepción mediática, aunque contraria a toda expectativa la cinta logró ser una de las películas chilenas más reconocidas del año, paseándose incluso por la televisión con muy buenos resultados.

Bruno (Gonzalo Valenzuela)
La historia se basa en solo dos protagonistas: Bruno (Gonzalo Valenzuela) y Daniela (Blanca Lewin), dos jovenes que en la misma noche se conocen, se gustan y deciden acabar en una pieza de motel. La película comienza y termina en la misma habitación, pero puede que su aventura no siga ese mismo recorrido, siendo la tensión entre lo efímero y lo trascendente una buena mirilla para empezar a ver el film. Porque a pesar de ser una película extremadamente minimalista, llena de silencios y detalles, un buen espectador sabrá llevarla mucho más allá, ya que hay un montón de emociones y espacios en blanco que sugieren una doble lectura que pervierte a la imaginación. Por lo mismo, después de apreciar como este par de jovenes se desnudan de cuerpo y alma, conversando, fumando, teniendo sexo y recorriendo el habitual camino que la pasión filtra antes del conocimiento total, es imposible dejar que la historia termine ahí, sin decir nada más, peor si uno sabe que esos encuentros fugaces donde la atracción y el interés es mutuo suelen ser el comienzo de inciertos finales.

Sexualidad y sensualidad.
Bize transforma el deseo y lo que podría entenderse como morbo en una pieza de arte vista por un voyerista paciente, más enamorado que excitado, más intelectual que caliente, y nos deja una postal de paso que retrata al Cupido de las grandes urbes, que muchas veces se emborracha como nosotros, o se acelera con la rutina haciendo vista gorda a muchas parejas que acaban fracasando o enamorándose a través de las vías del desengaño. Esta atractiva forma de plantear la sexualidad llevó a otros directores a "remakes" e intentos de plagio polémicamente reconocidos (ver enlace), que le dieron aún más tarima a la cinta. Pero aún así, En la cama es una obra que se defiende sola, que desnuda el talento y las pretenciones de un gran director, y vale la pena verla para darle una oportunidad reconociéndose en las torpezas y las intimidades de sus cautivantes personajes.

Por Patricio Contreras N.


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10/9/11

La buena vida, de Andrés Wood (2008)

El cine chileno, a lo largo de su irregular experiencia profesional, ha seguido una línea llena de vicisitudes y altibajos en cuanto a calidad, público y galardones. En estas tres improvisadas categorías, son muy recordadas algunas producciones que han logrado grandes triunfos en todos los aspectos, como Taxi para tres (2001), La nana (2009) o La vida de los peces (2010), las cuales han logrado no solo representar lo mejor de nuestro séptimo arte en todo el mundo, sino además acaparar un buen número de espectadores en los cines y conseguir un excelente nivel artístico y cinematográfico. Entre ellas es indispensable agregar a La buena vida, la cual, a pesar de no conseguir la aceptación mediática del ingrato público chileno, logró un histórico triunfo en los Goya al ser la segunda cinta nacional en ganar el premio a la Mejor Película Hispanoamericana (ver enlace), que dos años más tarde también ganaría Matías Bize con su ya citada (y subida con anterioridad por nosotros) La vida de los peces.
Teresa (Aline Küppenheim) y su hija.

La buena vida, además de haber sido exitosa y masivamente aceptada en muchos rincones del globo, tiene la gracia de ser un retrato político y socio-cultural del semblante más velado de nuestra capital, de ese Santiago de Chile maltratado en dictadura que hoy se yergue apesumbrado ante la expectación de toda Latinoamérica. Pero al decir que la cinta de Wood nos sirve como acercamiento a su devenir político, no hago referencia ni a partidos ni a banderas, sino a su organización natural y a su pueblo en la más pura definición humana, mostrándonos el daño que la rutina, la competencia capitalista y el individualismo le pueden hacer a una ciudad plagada de historias entrañables y sentimientos opacados por un sistema egoísta y mezquino. Todo esto se sugiere, se hace ver flotando entre huellas y vagos rastros de calidez, que se desprenden de una película aparentemente sencilla, pero llena hasta la raíz de un intenso sentido de humanidad que se refugia en la presentación de un puñado de vidas cruzadas, que luchan por alcanzar sus sueños entre los escombros de nuestra sonámbula capital.
Edmundo (Roberto Farías), peluquero.

La trama, como ya adelanté, se nutre de cuatro historias basadas en hechos reales, acontecidas en cualquier lugar de Santiago o de otra parte del mundo, evocadas por humildes personas que comparten anónimamente su día a día con nosotros. La intención es mostrar poco y proponer mucho, y el objetivo se logra a través de interesantes planos y secuencias, además de actuaciones a la altura de un film internacional en su más noble sentido de universalidad. Teresa (Aline Küppenheim), por ejemplo, es una psicóloga que imparte clases de sexualidad a un grupo de prostitutas, pero que además debe asumir el embarazo de su hija de 15 años (Manuela Martelli) y los problemas afectivos con su ex esposo Jorge (Alfredo Castro), representando así el refrán popular que reza: "en casa de herrero, cuchillo de palo". Por otra parte, Edmundo (Roberto Farías) es un peluquero con mala racha y problemas económicos que debe hacer hasta lo imposible para sobrevivir, con picardía pero con dignidad, mientras Mario (Eduardo Pacheco) es un clarinetista que anhela ser parte de la Orsquesta Filarmónica de Santiago, pero que acaba trabajando por dinero para el Orfeón de Carabineros de Chile, demostrándose en ambos personajes los perjuicios que puede generar en la vida privada una sociedad clasista, arribista y contaminada por una mentalidad de supervivencia personal que no deja tiempo para adentrarse en los problemas del prójimo. Esto es coronado por la solitaria figura de Patricia (Paula Sotelo), una prostituta en decadencia que agoniza de forma huraña sin aceptar ayuda de nadie, ejemplificando el síntoma más agudo y peligroso de nuestro ruin sistema actual.

Mario (Eduardo Pacheco), músico.
Las historias fluyen libremente y Santiago se hace partícipe como un personaje más, intención explicitada por su director en una gran cantidad de entrevistas y conferencias, donde llegó a señalar también que la idea es que "uno entre en un estado emocional por encima de las historias particulares", alejándose de directores como González Iñarritu y acercándose más al Robert Altman de Vidas cruzadas. Además, Wood ha planteado que su cinta es optimista en cuanto al "mundo micro", haciendo referencia al gran contenido humano y afectuoso de sus personajes, pero haciendo también un hincapié en la crítica oculta en su visión más "macro", funcionando como un llamado de atención y alerta frente al tipo de sociedad que se ha intentado crear en Chile después del golpe de Estado de 1973. De esta manera, se configura una película llena de matices e interesantes trasfondos, cumpliendo con la doble misión de revelar nuestra más íntima identidad, a la vez que se da un gran paso a la hora de construir una identidad cinematográfica para nuestro país.

Por todo lo ya mencionado, La buena vida es una película altamente recomendada, portadora de todo lo necesario para atraer hasta al público más exigente. Por si esto fuera poco, cuenta también con la participación del destacado folklorista chileno Chinoy, quien compuso para el soundtrack oficial un conmovedor tema titulado "Para el final" (ver enlace), completando así la lista de cualidades necesarias que toda buena película debería tener.

Por Patricio Contreras N.





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