23/12/11

La ley de la calle, de Francis Ford Coppola (1983)


El "Chico de la moto" y Rusty James.

Partiré señalando que, a pesar de que La ley de la calle es un excelente título, atractivo y a la vez representativo para el film, es una pésima traducción que deja fuera todo su trasfondo poético. Porque Rumble fish, el título original tanto de la cinta como de la novela de Susan E. Hilton en la cual está basada, es una excelente metáfora que mezcla la alusión a los peces luchadores de Siam, pieza clave para entender la obra, y las peleas callejeras entre las cuales sobreviven irremediablemente sus protagonistas. Porque esta película es una aproximación a lo que pasaba en Oklahoma durante la década de los 50', durante la supremacía del jazz, las drogas y la violencia de las pandillas.

Rusty James (Matt Dillon) es un joven rebelde que intenta hacerse un nombre en las calles, metiéndose continuamente en problemas, paseándose con actitud insolente mientras se deja estar entre el alcohol y las mujeres. Pero la verdad es que vive opacado bajo la sombra de su ausente hermano mayor, el popular "Chico de la moto" (Mickey Rourke), el cual se ha transformado en una verdadera leyenda viva en la ciudad. Y aunque hace meses que no aparece, Rusty James no puede dejar de sentirse disminuído por él, ya que se ha dado cuenta de que no tiene ni un tercio del respeto que ha conseguido su hermano. Pero justo cuando su encuentra en peligro, apunto de perder la vida en una trifulca, el "Chico de la moto" regresa, rescatando a su hermano menor y dándole un buen escarmiento a sus enemigos. De ahí en adelante, ambos tendrán que sortear juntos sus problemas familiares y recuperar el tiempo que han perdido, ya que uno de los mayores anhelos de Rusty es volver a la época de las pandillas, donde el respeto se ganaba a golpes y él solía reinar junto al enigmático "Chico de la moto".
"El Chico de la Moto reina".

Pero no todo les resulta tan fácil. El alcóholico de su padre sigue vagando sin preocuparse de ellos, y al volver, el "Chico de la moto" le cuenta a su hermano que, durante el tiempo que estuvo desaparecido, se encontraba buscando a su madre, la misma que los abandonó cuando él tenía seis años y Rusty apenas dos. Le cuenta, además, que la mujer se encuentra perfectamente, viviendo con un productor de cine, por lo que Rusty se percata de que nunca se interesó por ellos, y mucho menos por él, quien desde que se marchó sufre de un terrible miedo a la soledad. Es allí donde comienzan sus problemas existenciales, sumados a un cúmulo de calamidades que empiezan a complicar cada vez más la aparente tranquilidad de su vida.

Los peces luchadores de Siam.
Como se puede entender, Rumble Fish es una fábula marginal sobre la derrota y la orfandad, y una lúcida aproximación a los sentimientos encontrados que producen las andanzas callejeras. Porque detrás de la violencia y la idea de inmortalidad que explayan todos los matones de la calle, hay historias terribles que los quiebran por dentro, y eso precisamente es lo que intenta retratar Copolla, con un trabajo visual impecable y una apuesta cinematográfica que juega con nuestros sentidos. Porque en verdad, el director sitúa la cámara en la mirada de su personaje principal, el misterioso "Chico de la moto", el cual ha quedado un poco sordo tras un accidente en su motocicleta (por lo cual la cinta a veces pierde su intensidad sonora) y ve todo en blanco y negro desde que su madre se marchó. Por lo mismo, Coppola nos narra una historia ochentera como si estuviera filmada en los 50', época en la cual se centra tanto el film como la novela, dejando en colores solamente la silueta de unos peces de acuario que el "Chico de la moto" admira con vehemencia, identificándose con ese encierro que los vuelve cada vez más violentos.

Esta película, además de consagrar a Mickey Rourke y entregarle a Matt Dillon uno de los mejores papeles de su vida, fue la verdadera presentación en sociedad de un joven Nicolas Cage, quien complementa de excelente manera ese abanico de personajes arruinados y en busca de su propio destino, intentando sobrellevar la vida de traiciones que se lleva en las calles, donde tras siglos y siglos de evolución sigue reinando la ley del más fuerte, esperando a líderes como el respetado "Chico de la moto", que sepan gobernar con supremacía en esas tierras pantanosas.

Por Patricio Contreras N.





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13/12/11

B-Happy, de Gonzalo Justiniano (2003)



Katty y su padre Radomiro.
Se ha criticado muchas veces el afán criollista del cine nacional. De hecho, se ha repetido hasta el cansancio que la fórmula de películas exitosas como El chacotero sentimental (1999) o Taxi para trés (2001) no es tan fácil de imitar como parece, y la prueba son la infinidad de películas malas que han seguido esa línea guachaca y barriobajera, que en el fondo ocultan una intención populista que queda totalmente al descubierto al no poder defenderse con argumentos escuálidos, personajes trillados y estereotipos mal construidos. Además, muchas pecan de fundamentar su producción con propuestas políticas de dudosa credibilidad, sobre todo si tomamos en cuenta la oleada de cintas que pretendieron lo mismo desde la llamada "vuelta a la democracia" a principios de los 90', la mayoría subiéndose a la micro de otras propuestas honestas como las que Gonzalo Justiniano venía publicando incluso antes de la transición. Esto se corroboró con clásicos como Caluga o menta (1990), y su próxima apuesta, mucho más crítica que la anterior, titulada Amnesia (1994), poniendo en jaque justamente a los que cantaron victoria cuando el dictador chileno donó gentilmente su puesto, no sin antes asegurarse de que su forma de gobernar se grabara con rastros de sangre en el sillón presidencial de la República y nuestra penosa constitución.

Katty y Chemo.
Porque Justiniano siempre fue un director políticamente incorrecto, y para demostrarlo no necesitó rodar películas que le dieran el favor al público y a la prensa. Se dedicó a definir en varias de sus obras a los personajes marginados tal cual son, retratándolos con dolor, a veces con cierta simpatía benefactora, pero siempre dejando al descubierto la peligrosidad del derrotero que nos termina arrastrando hacia ellos, por representar mejor que nadie las heridas heredadas del pasado, o el rostro sucio que muchas veces nos muestra el porvenir. Y eso es precisamente lo que caracteriza a B-Happy, retrato de una niña que crece entre todos los personajillos más despreciables (pero a su vez los más populares) de nuestra desequilibrada sociedad.

Katty (Manuela Martelli) es una niña de catorce años, de apariencia apática e indolente, que habita junto a su familia en una zona rural de nuestro país. Su realidad es más bien precaria, sin muchas aspiraciones, conviviendo junto a varios personajes que retratan con precisión los vicios recurrentes de nuestras clases más vulnerables: su madre, Mercedes (Lorene Prieto), tiene que acostarse con el dueño de un almacén para conseguir lo necesario en su hogar, y su hermano mayor, Danilo (Felipe Ríos), es un vago aficionado a la cumbia, las fiestas y las drogas, que acaba yéndose de la casa junto a Nelson (Juan Falcón), un sospechoso personaje con el cual también parece mantener una relación homosexual. Para colmo, su padre, Radomiro (Eduardo Barril), es un ladrón de poca monta que suele ausentarse por largas temporadas, pasando la mayoría de su tiempo entre la cárcel y la clandestinidad. De esta forma, agudizando el drama al avanzar la cinta, Justiniano parece advertirnos sobre los peligros de esa marginalidad que tantos otros celebran con desfachatez, valiéndose de estereotipos alejados de la cruda realidad que a otros termina por asfixiar.

Retrato de la marginalidad chilena.
Pero si hay algo destacable, incluso más que el sólido argumento y la perfecta caracterización de los problemas más asiduos en las clases bajas chilenas, es la actuación de una inspirada Manuela Martelli, además de la construcción de Katty por parte del director, una joven desencantada que a su vez parece acostumbrada a nadar en la mierda que observa día a día, avanzando con la vista fija en el horizonte, combatiendo contra todos los agentes corruptores que le toca experimentar, siguiendo incluso al perder a su madre, su padre y su hermano, destacando como un personaje nihilista con un alto sentido de la responsabilidad, el respeto hacía sí misma y el orgullo. Aunque en su soledad descubra las contradicciones del mundo, el deseo y la necesidad, logra afrontarlas con la cabeza en alto, conociendo todos los extremos sin vacilar, pasando del amor de Chemo (Ricardo Fernández) hasta el complejo mundo de la prostitución. Porque la muchacha señala desde el principio que no le tiene miedo a nada, y el final nos corrobora que la película es justamente la comprobación de eso.

Por Patricio Contreras N.





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6/12/11

El quimérico inquilino, de Roman Polanski (1976)


Podríamos decir que la mente humana es una de las armas más poderosas que existen. Si la sabemos ocupar, podemos realizar innumerables acciones que dejen una huella imborrable en el mundo. Claramente, esto puede ser para bien o para mal, y entre ambas convive un personaje que lleva décadas en la palestra cinematográfica: Roman Polanski.

Dicen por ahí que la locura es un recurso habitual en la trama de diversas cintas. Bueno, así es, pero el sello de identidad de Polanski ya se ha vuelto una marca registrada, forjando en su impetuosa cabeza ambientes y estéticas que han pasado a la posteridad, como ocurriría más tarde con El bebé de Rosemary (1968) o su anterior Repulsión (1965), ambas enmarcadas en la denominada “Trilogía de los Departamentos”, de la cual El quimérico inquilino es su parte final. Este término radica en la obsesión del autor por retratar colapsos psicológicos dentro de un espacio reducido, integrándonos en un mundo limitado y confuso, donde la locura se empieza a contraer hasta acabar asfixiando tanto a los personajes como al propio espectador.

Espacios reducidos y claustrofóbicos.
Con esta y otras artimañas, Polanski ha tenido la gran virtud de mantenerse vigente en el mundo del cine, a pesar de los altibajos de su carrera. Es así como a sus 78 años de edad está más vivo que nunca y con una nueva producción recién salida del horno, y hasta podríamos afirmar que ha logrado llegar a su autorrealización como cineasta, catapultándose en el año 2002 con la cinta El pianista, película con la cuál se cansó de ganar premios en los festivales más prestigiosos del mundo.

Estética oscura.
Volviendo a la cinta, El quimérico inquilino es una adaptación de la novela de Roland Topor, con el mismísimo Roman Polanski en el papel principal. Sin lugar a dudas, una película de culto que debería estar en el inconsciente colectivo de toda la sociedad, un film que marca el punto de inflexión de su autor en la producción de las cintas posteriores a ésta.

¿Te irías a vivir a una habitación donde la inquilina anterior se intenta suicidar en el mismo apartamento? Pues Trelkovsky (Roman Polanski), un joven francés que busca su destino en un barrio de la bella París, acaba haciéndolo. Es un tipo algo introvertido y solitario que decide alquilar una habitación que ha quedado libre, puesto que el día anterior la inquilina, en una tentativa cobarde (o heroica) intenta ponerle fin a su vida. He ahí la trama de la película, donde un asertivo Polanski logra generar el clímax necesario para que la cinta se vaya transformando de a poco en una obra maestra.

Simone (Romain Bouteille) lucha entre la vida y la muerte, mientras Trelkvosky intenta adaptarse a un barrio conservador que no lo mira con buenos ojos. Al paso de los días empieza a darse cuenta de lo peculiar y excéntricos que son sus vecinos, sintiéndose persuadido por ellos hasta adquirir los hábitos y el actuar suicida de la inquilina anterior.

Polanski y la locura.
En resumen, hay en El quimérico inquilino un manejo atmosférico impresionante, que crea una tensión claustrofóbica única en su especie. Hay una sutil y asertiva representación de la paranoia que, sin caer en los excesos, nos va adentrando en la vertiginosa locura de su protagonista. Hay una sencilla exposición de la idiosincrasia parisina de la época, y una genial realización que logra una empatía adecuada con el público. Hay, sin lugar a dudas, todo lo necesario para que con el tiempo la película se haya transformado en una obra clave del suspenso y el terror psicológico, que no puedes dejar de ver ni experimentar por tu propia cuenta.

Por Juan Pablo Hernández

 


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