23/12/11

La ley de la calle, de Francis Ford Coppola (1983)


El "Chico de la moto" y Rusty James.

Partiré señalando que, a pesar de que La ley de la calle es un excelente título, atractivo y a la vez representativo para el film, es una pésima traducción que deja fuera todo su trasfondo poético. Porque Rumble fish, el título original tanto de la cinta como de la novela de Susan E. Hilton en la cual está basada, es una excelente metáfora que mezcla la alusión a los peces luchadores de Siam, pieza clave para entender la obra, y las peleas callejeras entre las cuales sobreviven irremediablemente sus protagonistas. Porque esta película es una aproximación a lo que pasaba en Oklahoma durante la década de los 50', durante la supremacía del jazz, las drogas y la violencia de las pandillas.

Rusty James (Matt Dillon) es un joven rebelde que intenta hacerse un nombre en las calles, metiéndose continuamente en problemas, paseándose con actitud insolente mientras se deja estar entre el alcohol y las mujeres. Pero la verdad es que vive opacado bajo la sombra de su ausente hermano mayor, el popular "Chico de la moto" (Mickey Rourke), el cual se ha transformado en una verdadera leyenda viva en la ciudad. Y aunque hace meses que no aparece, Rusty James no puede dejar de sentirse disminuído por él, ya que se ha dado cuenta de que no tiene ni un tercio del respeto que ha conseguido su hermano. Pero justo cuando su encuentra en peligro, apunto de perder la vida en una trifulca, el "Chico de la moto" regresa, rescatando a su hermano menor y dándole un buen escarmiento a sus enemigos. De ahí en adelante, ambos tendrán que sortear juntos sus problemas familiares y recuperar el tiempo que han perdido, ya que uno de los mayores anhelos de Rusty es volver a la época de las pandillas, donde el respeto se ganaba a golpes y él solía reinar junto al enigmático "Chico de la moto".
"El Chico de la Moto reina".

Pero no todo les resulta tan fácil. El alcóholico de su padre sigue vagando sin preocuparse de ellos, y al volver, el "Chico de la moto" le cuenta a su hermano que, durante el tiempo que estuvo desaparecido, se encontraba buscando a su madre, la misma que los abandonó cuando él tenía seis años y Rusty apenas dos. Le cuenta, además, que la mujer se encuentra perfectamente, viviendo con un productor de cine, por lo que Rusty se percata de que nunca se interesó por ellos, y mucho menos por él, quien desde que se marchó sufre de un terrible miedo a la soledad. Es allí donde comienzan sus problemas existenciales, sumados a un cúmulo de calamidades que empiezan a complicar cada vez más la aparente tranquilidad de su vida.

Los peces luchadores de Siam.
Como se puede entender, Rumble Fish es una fábula marginal sobre la derrota y la orfandad, y una lúcida aproximación a los sentimientos encontrados que producen las andanzas callejeras. Porque detrás de la violencia y la idea de inmortalidad que explayan todos los matones de la calle, hay historias terribles que los quiebran por dentro, y eso precisamente es lo que intenta retratar Copolla, con un trabajo visual impecable y una apuesta cinematográfica que juega con nuestros sentidos. Porque en verdad, el director sitúa la cámara en la mirada de su personaje principal, el misterioso "Chico de la moto", el cual ha quedado un poco sordo tras un accidente en su motocicleta (por lo cual la cinta a veces pierde su intensidad sonora) y ve todo en blanco y negro desde que su madre se marchó. Por lo mismo, Coppola nos narra una historia ochentera como si estuviera filmada en los 50', época en la cual se centra tanto el film como la novela, dejando en colores solamente la silueta de unos peces de acuario que el "Chico de la moto" admira con vehemencia, identificándose con ese encierro que los vuelve cada vez más violentos.

Esta película, además de consagrar a Mickey Rourke y entregarle a Matt Dillon uno de los mejores papeles de su vida, fue la verdadera presentación en sociedad de un joven Nicolas Cage, quien complementa de excelente manera ese abanico de personajes arruinados y en busca de su propio destino, intentando sobrellevar la vida de traiciones que se lleva en las calles, donde tras siglos y siglos de evolución sigue reinando la ley del más fuerte, esperando a líderes como el respetado "Chico de la moto", que sepan gobernar con supremacía en esas tierras pantanosas.

Por Patricio Contreras N.





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13/12/11

B-Happy, de Gonzalo Justiniano (2003)



Katty y su padre Radomiro.
Se ha criticado muchas veces el afán criollista del cine nacional. De hecho, se ha repetido hasta el cansancio que la fórmula de películas exitosas como El chacotero sentimental (1999) o Taxi para trés (2001) no es tan fácil de imitar como parece, y la prueba son la infinidad de películas malas que han seguido esa línea guachaca y barriobajera, que en el fondo ocultan una intención populista que queda totalmente al descubierto al no poder defenderse con argumentos escuálidos, personajes trillados y estereotipos mal construidos. Además, muchas pecan de fundamentar su producción con propuestas políticas de dudosa credibilidad, sobre todo si tomamos en cuenta la oleada de cintas que pretendieron lo mismo desde la llamada "vuelta a la democracia" a principios de los 90', la mayoría subiéndose a la micro de otras propuestas honestas como las que Gonzalo Justiniano venía publicando incluso antes de la transición. Esto se corroboró con clásicos como Caluga o menta (1990), y su próxima apuesta, mucho más crítica que la anterior, titulada Amnesia (1994), poniendo en jaque justamente a los que cantaron victoria cuando el dictador chileno donó gentilmente su puesto, no sin antes asegurarse de que su forma de gobernar se grabara con rastros de sangre en el sillón presidencial de la República y nuestra penosa constitución.

Katty y Chemo.
Porque Justiniano siempre fue un director políticamente incorrecto, y para demostrarlo no necesitó rodar películas que le dieran el favor al público y a la prensa. Se dedicó a definir en varias de sus obras a los personajes marginados tal cual son, retratándolos con dolor, a veces con cierta simpatía benefactora, pero siempre dejando al descubierto la peligrosidad del derrotero que nos termina arrastrando hacia ellos, por representar mejor que nadie las heridas heredadas del pasado, o el rostro sucio que muchas veces nos muestra el porvenir. Y eso es precisamente lo que caracteriza a B-Happy, retrato de una niña que crece entre todos los personajillos más despreciables (pero a su vez los más populares) de nuestra desequilibrada sociedad.

Katty (Manuela Martelli) es una niña de catorce años, de apariencia apática e indolente, que habita junto a su familia en una zona rural de nuestro país. Su realidad es más bien precaria, sin muchas aspiraciones, conviviendo junto a varios personajes que retratan con precisión los vicios recurrentes de nuestras clases más vulnerables: su madre, Mercedes (Lorene Prieto), tiene que acostarse con el dueño de un almacén para conseguir lo necesario en su hogar, y su hermano mayor, Danilo (Felipe Ríos), es un vago aficionado a la cumbia, las fiestas y las drogas, que acaba yéndose de la casa junto a Nelson (Juan Falcón), un sospechoso personaje con el cual también parece mantener una relación homosexual. Para colmo, su padre, Radomiro (Eduardo Barril), es un ladrón de poca monta que suele ausentarse por largas temporadas, pasando la mayoría de su tiempo entre la cárcel y la clandestinidad. De esta forma, agudizando el drama al avanzar la cinta, Justiniano parece advertirnos sobre los peligros de esa marginalidad que tantos otros celebran con desfachatez, valiéndose de estereotipos alejados de la cruda realidad que a otros termina por asfixiar.

Retrato de la marginalidad chilena.
Pero si hay algo destacable, incluso más que el sólido argumento y la perfecta caracterización de los problemas más asiduos en las clases bajas chilenas, es la actuación de una inspirada Manuela Martelli, además de la construcción de Katty por parte del director, una joven desencantada que a su vez parece acostumbrada a nadar en la mierda que observa día a día, avanzando con la vista fija en el horizonte, combatiendo contra todos los agentes corruptores que le toca experimentar, siguiendo incluso al perder a su madre, su padre y su hermano, destacando como un personaje nihilista con un alto sentido de la responsabilidad, el respeto hacía sí misma y el orgullo. Aunque en su soledad descubra las contradicciones del mundo, el deseo y la necesidad, logra afrontarlas con la cabeza en alto, conociendo todos los extremos sin vacilar, pasando del amor de Chemo (Ricardo Fernández) hasta el complejo mundo de la prostitución. Porque la muchacha señala desde el principio que no le tiene miedo a nada, y el final nos corrobora que la película es justamente la comprobación de eso.

Por Patricio Contreras N.





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6/12/11

El quimérico inquilino, de Roman Polanski (1976)


Podríamos decir que la mente humana es una de las armas más poderosas que existen. Si la sabemos ocupar, podemos realizar innumerables acciones que dejen una huella imborrable en el mundo. Claramente, esto puede ser para bien o para mal, y entre ambas convive un personaje que lleva décadas en la palestra cinematográfica: Roman Polanski.

Dicen por ahí que la locura es un recurso habitual en la trama de diversas cintas. Bueno, así es, pero el sello de identidad de Polanski ya se ha vuelto una marca registrada, forjando en su impetuosa cabeza ambientes y estéticas que han pasado a la posteridad, como ocurriría más tarde con El bebé de Rosemary (1968) o su anterior Repulsión (1965), ambas enmarcadas en la denominada “Trilogía de los Departamentos”, de la cual El quimérico inquilino es su parte final. Este término radica en la obsesión del autor por retratar colapsos psicológicos dentro de un espacio reducido, integrándonos en un mundo limitado y confuso, donde la locura se empieza a contraer hasta acabar asfixiando tanto a los personajes como al propio espectador.

Espacios reducidos y claustrofóbicos.
Con esta y otras artimañas, Polanski ha tenido la gran virtud de mantenerse vigente en el mundo del cine, a pesar de los altibajos de su carrera. Es así como a sus 78 años de edad está más vivo que nunca y con una nueva producción recién salida del horno, y hasta podríamos afirmar que ha logrado llegar a su autorrealización como cineasta, catapultándose en el año 2002 con la cinta El pianista, película con la cuál se cansó de ganar premios en los festivales más prestigiosos del mundo.

Estética oscura.
Volviendo a la cinta, El quimérico inquilino es una adaptación de la novela de Roland Topor, con el mismísimo Roman Polanski en el papel principal. Sin lugar a dudas, una película de culto que debería estar en el inconsciente colectivo de toda la sociedad, un film que marca el punto de inflexión de su autor en la producción de las cintas posteriores a ésta.

¿Te irías a vivir a una habitación donde la inquilina anterior se intenta suicidar en el mismo apartamento? Pues Trelkovsky (Roman Polanski), un joven francés que busca su destino en un barrio de la bella París, acaba haciéndolo. Es un tipo algo introvertido y solitario que decide alquilar una habitación que ha quedado libre, puesto que el día anterior la inquilina, en una tentativa cobarde (o heroica) intenta ponerle fin a su vida. He ahí la trama de la película, donde un asertivo Polanski logra generar el clímax necesario para que la cinta se vaya transformando de a poco en una obra maestra.

Simone (Romain Bouteille) lucha entre la vida y la muerte, mientras Trelkvosky intenta adaptarse a un barrio conservador que no lo mira con buenos ojos. Al paso de los días empieza a darse cuenta de lo peculiar y excéntricos que son sus vecinos, sintiéndose persuadido por ellos hasta adquirir los hábitos y el actuar suicida de la inquilina anterior.

Polanski y la locura.
En resumen, hay en El quimérico inquilino un manejo atmosférico impresionante, que crea una tensión claustrofóbica única en su especie. Hay una sutil y asertiva representación de la paranoia que, sin caer en los excesos, nos va adentrando en la vertiginosa locura de su protagonista. Hay una sencilla exposición de la idiosincrasia parisina de la época, y una genial realización que logra una empatía adecuada con el público. Hay, sin lugar a dudas, todo lo necesario para que con el tiempo la película se haya transformado en una obra clave del suspenso y el terror psicológico, que no puedes dejar de ver ni experimentar por tu propia cuenta.

Por Juan Pablo Hernández

 


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18/11/11

Ocho y medio, de Federico Fellini (1963)

Sueño que da inicio a la película.
Hay películas que son imprescindibles a la hora de hablar del mejor cine de todos los tiempos. Son películas que marcaron hitos, que acompañaron épocas, que establecieron un antes y un después de su aparición. Dentro de estas particularidades estuvo Charles Chaplin, en la década del 20' con El muchacho (1921) y en la del 30' con Tiempos modernos (1936), dos cintas que describieron la realidad norteamericana antes y después de la Gran Depresión. Algo parecido, pero más contemporáneo, ocurrió con Pulp Fiction (1994) y Trainspotting (1996), filmes que se convirtieron rápidamente en estandartes pop de una década convulsionada, que se sacudía con peligro entre el amor y el odio, entre la paz y la guerra, entre la televisión y las drogas. Todo esto sucedía después de la caída del Muro de Berlín, cuando algunos creyeron con inocencia que se acababan las disputas, al tiempo que comenzaba una agitada época de desasosiego, donde los nuevos narcóticos entrarían a rellenar los vacíos de una juventud sin norte, de una sociedad escéptica que se tornaría cada vez más violenta, dando paso a grandes obras como Réquiem por un sueño (2000) e Irreversible (2002). Justo en las décadas ubicadas en medio de estas calamidades, como una bisagra que une el pasado y el futuro de las cumbres cinematográficas, hubo un tipo que se dedicó a rodar las contradicciones de la Italia de post-guerra, los vicios populares de un país aferrado desesperadamente a sus tradiciones y sus símbolos religiosos, en medio de melancólicos carnavales con tendencias universalistas, llenos de una humanidad que en todas partes del mundo se vale de sedantes similares, de formas parecidas de olvidar que toda va de mal en peor. Ese visionario fue Federico Fellini, y como cada gran autor tiene su obra maestra, él rodó la suya en 1963 y la llamó Ocho y medio.

Guido y Carla.
Se dice que el nombre proviene de una arbitrariedad, pero el gesto no revela una carencia de identidad, sino lo contrario: parece significar que intenta abarcarlo todo; o al menos todo lo que respecta al cine, lo que configura el mundo personal de un autor inigualable. Porque en verdad fue su película número "8 y medio", considerando que ya había filmado siete piezas claves, más un pequeño film para la obra colectiva Boccaccio '70 (1962), donde compartió su historia "media" junto a otros grandes cineastas como Vittorio de Sica, Luchino Visconti y Mario Monicelli. Para ese entonces, Fellini ya había publicado La dolce vita (1960), éxito rotundo en Italia y el extranjero, y ya era considerado uno de los más grandes directores de su país. Pero le faltaba algo importante: presentarle al mundo su visión personal del séptimo arte, filmando Ocho y medio como mirándose al espejo, convirtiéndose en el rostro del metacine, creando una ficción autobiográfica capaz de reflexionar acerca de sus propios cimientos, de sus propias propuestas, ilusiones y obsesiones.

El protagonista de esta aventura autorreferente es Guido Anselmi (Marcello Mastroianni), alter-ego del mismo director. Es un cineasta famoso que está a la deriva entre su éxito anterior y su próxima producción, soportando la presión y la expectativa de sus amigos, seguidores y colaboradores. Guido está pasando por una fuerte crisis creativa, y necesita la tranquilidad apropiada para concentrarse totalmente en su trabajo. Pero está rodeado de los impertinentes personajes secundarios del mundillo del cine, atrapado dentro de su propia obra, y tendrá que depositarse en sus recuerdos y sus ensoñaciones para tratar de salir de su mala racha. Aunque no será tan fácil, porque lo atormentan las típicas enemigas del cine felliniano: mujeres sin escrúpulos, de grandes escotes y una elegancia atrevida, maliciosa, que llevan al protagonista por el incierto sendero de la lujuria. Están Carla (Sandra Milo), su seductura amante y compañera de desvaríos; Claudia (Claudia Cardinale), su musa más preciada, que le hará entender la raíz de su decadencia; y Luisa (Anouk Aimée), su esposa y amor de su vida, la mujer que simboliza el equilibrio que poco a poco irá perdiendo.

Fellini y su obsesión por las mujeres.
Después de crisis existenciales, banquetes de lujo, mujeres espectaculares tanto reales como imaginadas, además de variados personajes a veces notables y en otras realmente patéticos, Guido cae en el pánico. El rodaje de su película se le viene encima, su esposa lo deja cada vez más de lado, sus musas comienzan a abandonarlo y todo parece venirse abajo. Acaba imaginando su propio suicidio, y viéndose desamparado entre sujetos tentados por la ambición. Pero, después de caer en su propia trampa, Guido ve la luz al fondo del túnel: todas sus fantasías se agrupan para entregarle una llave, al compás de un carnaval de fantasmas y conejos saliendo del sombrero. Vuelve a sentir el placer de vivir, y redefine su existencia tras escuchar a su consejero, que encarna simbólicamente el papel de su conciencia:

Nosotros los intelectuales -digo "nosotros" porque lo considero uno- tenemos el deber de permanecer lúcidos hasta el final. La vida está llena de confusión, no hay necesidad de agregar más caos al Caos. [...] Créame, no hay necesidad de remordimientos. Destruir es mejor que crear cuando no estamos creando cosas realmente necesarias. Entonces, ¿hay algo tan claro y tan cierto en este mundo por lo que se merezca vivir?



El carnaval y la inversión de la realidad.
La respuesta está llena de preguntas como ésta, que son pulsiones circulares que van nutriendo el trabajo de los artistas. Todo está en disfrutar del oficio, responder de a poco todas las inquietudes y avanzar hasta llegar al clímax de Guido, cuando la inspiración renace iluminando las ideas, presentándose como un salvavidas entre mares que parecen basurales. Guido acaba entendiendo lo fundalmental que es el amor y la fidelidad a uno mismo, además de que la vida es un carnaval, una fiesta que quiere vivir junto a quien más lo ama. El final es abierto, pretencioso, pero delicadamente efectivo, como una invitación a disfrutar de las cosas que más queremos, además de comprender el arte como la expresión máxima de la verdad y la belleza. De esta forma, es necesario entender Ocho y medio como el reflejo de la vida misma, la magia que el cine pretende captar en toda su magnitud, aliviándonos la caída antes de nuestro inevitable final.

Por Patricio Contreras N.




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26/10/11

Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini (1975)

Vejaciones de distinta índole.

Cuesta definir una película cuando está atravesada por la polémica, basada en una radicalidad que le impidió ser difundida en varios países por atentar contra la Iglesia, la política y la moral. Pero hay una cosa que podemos afirmar con seguridad, y es que un trabajo como éste le costó la vida a su autor, demostrando la poderosa influencia que puede tener en la sociedad un proyecto que en su tiempo pareció vomitivo y caprichoso, pero que en realidad escondía un sinfín de razones que posiblemente van mucho más allá del cine. Porque Pasolini era la polémica en persona: ateo, comunista, homosexual, poeta y cineasta a la vez, se dedicó a filmar sus contradicciones en un trabajo que llevó al extremo cada una de sus ideas. Quizá por eso fue asesinado el 2 de noviembre de 1975, en un caso que aún no se ha esclarecido del todo (ver enlace), recibiendo de parte del mundo el mismo rechazo que él previamente le declaró en Saló.

La película tiene dos influencias literarias explícitas: Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade, y La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Ambos configuran todas las atrocidades desde su raíz fundamental, una exposición atroz de las más bajas pasiones humanas, degradadas por la corrupción política y religiosa. Esto se declara desde el comienzo y de manera directa, por lo que el golpe es a la cara y en la plenitud de su fuerza. La división de la cinta en cuatro episodios (el Anteinfierno, el Círculo de las Manías, el Círculo de la Mierda y el Círculo de la Sangre) son solo uno de los guiños al célebre Infierno dantesco, mientras que las invectivas contra la moral, las historias contadas por las ex-prostitutas y el nombre alternativo de la película, provienen de los desvaríos filosóficos del Marqués de Sade.
Perversión y abusos sexuales.

Como se puede entender, la solidez del proyecto de Pasolini lo previene contra toda crítica superficial que intente tacharlo de sensacionalismo barato. Pero aún podría considerarse pretencioso, aunque antes de eso deberíamos detenernos en un punto esencial: ¿Porqué se podría escandalizar tanto la sociedad al ver escenas de ficción, si en la realidad misma, a mediados de los años 70, se experimentaban dictaduras terribles a lo largo del mundo, donde las atrocidades de Saló se cometían sin castigo ni censura? La respuesta es obvia, y es que el ataque iba dirigido principalmente al fascismo, a los más anacrónicos conservadores y a instituciones religiosas de dudosa ejemplicidad. El ataque iba dirigido, sin la más mínima intención de esconderlo, hacia los culpables históricos de las verdaderas aberraciones humanas, y eso no se lo perdonaron. Eso Pasolini lo pagó con su vida.

Coprofagia.
Los personajes que se encargan de las vejaciones y torturas, encarnando distintas simbologías del poder, son el Presidente, el Duque, el Obispo y el Magistrado, cuatro altos cargos que lejos de cumplir un rol diplómatico, invierten todos los valores de justicia y libertad, secuestrando a 18 jóvenes para encerrarlos en un palacio de Saló, República fascista creada por Benito Mussolini al norte de Italia, donde históricamente se albergaban sus aliados militares entre 1943 y 1945, bajo la ocupación de la Alemania Nazi. En la película no se hace hincapié en estos hechos, pero los nombres de los líderes, el hecho de situarla allí y los métodos de represión ejercidos sobre las víctimas, no hacen otra cosa que recordarnos continuamente los crímenes del fascismo, acentuados y ridiculizados por una pervesión moral llevada hasta el límite, además de un desenfreno sexual degradante y una adulteración libertina de las prácticas religiosas.

Las cuatro autoridades.
Para no tener que narrar los episodios más impactantes de la cinta, ni caer en las reiterativas advertencias o juicios denostativos hacia su extrema brutalidad, daré algunas coordenadas para entender el film en su propia composición. Primero, la asfixiante atmósfera que se da debido a la ausencia de ventanas en el salón principal, además de un uso de la cámara similar al popularizado más tarde por Stanley Kubrick en El Resplandor (1980), genera un efecto claustrofóbico que mantiene al espectador pegado a su asiento, por mucho que le cueste reprimir sus deseos de escapar. Por otro lado, se ha dicho que Pasolini engendró esta película después de ver las críticas a su denominada Trilogía de la Vida (El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches), enfadado por el rechazo a lo que talvez fue lo mejor de su obra, una verdadera oda a la existencia y su goce en libertad, siguiendo en Saló con la misma pauta literaria y de tradición oral, pero inviertiendo los papeles y dándonos a conocer lo peor de nuestra naturaleza, como diciendo: "si no les gustó lo dulce, prueben lo amargo". Para acentuar esto, reunió a un gran número de actores aficionados que no volvieron a aparecer en ninguna película, y posiblemente no ejercian como tales de manera profesional, táctica usada a lo largo de su carrera cinematográfica para generar una tensión más realista y acercar al público a los actos divisados. Además, se suscitó una controversia sobre la legalidad de la obra, ya que no se sabe con precisión si los intérpretes de las escenas más violentas eran realmente mayores de edad o no.

Sea cual sea la razón del director para rodar la cinta, y prestando atención a la infinidad de motivos sugeridos a partir de la presente reflexión y la mismísima contemplación de la obra, siempre se debe dar prioridad a la experiencia directa, a la relación que tiene cada uno con el mensaje y su capacidad de interpretarlo y compartirlo con quien desee. Porque Pasolini no rodó una obra caprichosa y masturbatoria, como muchos quieren creer, sino que amplió los horizontes del diálogo hasta los sectores más repulsivos de nuestra humanidad, donde solo un espectador valiente puede extraer la esencia del resultado. Además, el discurso que se le da a las presas al comienzo del film, tiene que refractarse obligatoriamente hacia el público: "La escapatoria es imposible. Abandonad toda esperanza". Después de eso, lo que venga queda a la responsabilidad de cada uno de nosotros.

Por Patricio Contreras N.




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18/10/11

Banda aparte, de Jean-Luc Godard (1964)


Odile (Anna Karina).
Existen obras y autores tan imprescindibles que llega a ser imposible entender una disciplina artística sin ellos. En el caso del cine, asunto que nos compete, Jean-Luc Godard y los demás representantes de la demoninada nouvelle vague (ver enlace) son un excelente ejemplo. Posiblemente el cine posterior a la década de los 50' no sería lo mismo sin sus contribuciones. Argumentos narrados de manera irregular, guiones acotados que dan paso a la improvisación, el nacimiento del "cine de autor" y la radical importancia de la originalidad y la calidad, fueron algunas características que distinguieron a este grupo de directores franceses, que encabezaron la vanguardia y propusieron una nueva mirada rupturista ante el anquilosado cine académico y las grandes producciones hollywoodenses que, paradójicamente, resultaban limitadas por la fama y el dinero.

Jean-Luc Godard, director de importantes obras como Al final de la escapada (1959) y El desprecio (1963), fue uno de los más influyentes realizadores de la época, destacado entre un grupo de genios de altísimo talento. El lirismo de sus imágenes, su capacidad de introducir conceptos complejos en historias ligeras, y su revolucionaria forma de montar las películas y comprender la realidad a través de ellas, le valieron un gran reconocimiento de sus pares y un espacio indiscutible en la avanzada de la nouvelle vague. Para entender mejor el funcionamiento de estas ideas en la práctica cinematográfica, nada mejor que revisar Banda aparte, uno de sus mayores éxitos y quizá la cinta más recordada de su producción.

Arthur y Franz.
La historia se basa en tres personajes: Arthur (Claude Brasseur), Franz (Sami Frey) y Odile (Anna Karina), un improvisado grupo de jovenes que pretenden sustraer una gran suma de dinero a los patrones de la última, una muchacha sensible y condescendiente que acompañará a los malhechores oponiendo una escasa contención. Pero lo que podría ser solo un film de cine negro se ve traspasado por el estilo de Godard, quien hace interrupciones en la narración y nos retrata con sumo cuidado el drama de Odile, esa inocente criatura que se ve asediada por dos estafadores, sintiendo una creciente atracción hacia ellos e inmiscuyéndose cada vez más en su plan. De hecho, se nos muestra tal progreso en su relación, que al final del film ya nadie sabe para quien trabaja, y el autor nos va introduciendo en reflexiones audaces, interesantes diálogos y una total confusión de los roles, donde las verdaderas intenciones de los personajes salen a flote, en un desenlace donde se desatan todos los nudos para luego volverlos a enredar. Esta proposición de una película idealizada por su autor, donde el narrador omnisciente nos cuenta lo que pasa más allá de las escenas y nos orienta en el funcionamiento de cada personaje, además de complementar lo que pasa con ellos tanto en su interior como en su forma de actuar, es lo que hoy llamamos "cine de autor", donde, en este caso, el verdadero protagonista parece ser el mismo Jean-Luc Godard.

Fuera del formalismo detrás del film, construido en base a ideas preconcebidas que funcionan magistralmente en el desarrollo de la cinta (ver enlace), la popularidad del cine de Godard logró que el público se acercara a un tipo de producción que no siempre es asequible para todo espectador. Sus intertextos literarios, sus quiebres en la narración, la profundización de los personajes y la libertad a la hora de montar y plantear la película, son recursos que desempeñan un rol tan activo que cualquier persona puede sentirse atraída por ella, siendo capturada por un argumento que parece lejano, pero que en el fondo es tan atractivo y encantador que es imposible dejar de apreciarlo.

Los tres personajes corriendo por el Louvre.
Existen tres escenas que pueden ser tomadas como paradigmas en la teoría de Godard, y que pasaron a formar parte de la historia del cine, siendo homenajeadas en la actualidad por importantes directores, tales como Quentin Tarantino (Pulp Fiction) y Bernardo Bertolucci (Soñadores). La primera es la parte en que los tres personajes bailan mientras el narrador hace una pequeña "disgreción" (ver enlace), contándonos lo que sucede con ellos; la segunda es la alocada carrera de nueve minutos a través del Louvre (ver enlace); y la última, una de las interrupciones formales más notables del film, es la parte en que Odile pide un minuto de silencio (ver enlace), dando paso a 36 segundos en mute y un interesante diálogo con sus dos compañeros.

Para los amantes del buen cine, es totalmente neceserio darle una mirada tanto a esta película como a otras de las grandes producciones del director francés, ya que muchas innovaciones que hoy se realizan en el séptimo arte son incomprensibles sin antes haber visto lo que otros adelantados hicieron en su tiempo. Así que no dude en conseguirla, acomodarse frente a la pantalla y no hay más: bon voyage.

Por Patricio Contreras N.




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27/9/11

Tony Manero, de Pablo Larraín (2008)


Raúl Peralta (Alfredo Castro)
Pablo Larraín, antes de filmar Tony Manero, venía de un gran fracaso cinematográfico con su fallida Fuga, una tentativa al ritmo de las superproducciones que intentó cautivar al gran público, al mismo tiempo que ofrecía una historia interesante y atractiva. Claramente no lo logró, y el resultado fue una burda muestra de inexperiencia y ambiciones que solo tuvo 3 puntos altos: la composición musical, la actuación secundaria de Alfredo Castro y la primera mitad de la película, la cual casi nos seduce si no fuera porque poco a poco va cayendo en los típicos errores del cine chileno, a veces contaminado de mal gusto, anacronismos y un criollismo opaco y limitante que suele corromper las buenas ideas. El director logró reponerse y aprender de algunas falencias, pero no de todas, y ese balance es el que da orígen a Tony Manero, un film muy superior al anterior pero aún tibio y poco convincente.

La idea base de la película es ofrecer una suerte de thriller socio-político, arraigado en los ya abusados tiempos de dictadura, aunque desde una visión original que realmente se sustenta con una atmósfera bien lograda, una fotografía decadentista muy adecuada para la ocasión y una perspectiva inteligente que nos introduce en los peligrosos años del Régimen Militar. Incluso se nos entrega una dosis de psicoanálisis a través de personajes bien pensados, patéticos y grotescos como la sociedad que se nos pretende describir, pero torpemente excesivos, inverosímiles y explícitos en su intención de fondo. Porque Pablo Larraín, hijo de dos históricos militantes de la derecha chilena, no podía sino forzar políticamente una realidad que quizá nunca le tocó vivir en serio, y la fachada teórica que construye a través de su película no logra ocultar esos vacíos de experiencia que son nocivos tanto para la obra como para el artista detrás de semejante empresa.

Decadencia y patetismo.
La marginalidad retratada en Tony Manero es muy efectiva visualmente, se escapa del criollismo incrustado a su anterior producción, y se refuerza con un elenco de actores liderados por un Alfredo Castro inspirado, más profesional que nunca y metido cien por ciento en su papel.

Raúl Peralta (Alfredo Castro) es un bailarín aficionado, admirador del John Travolta de Fiebre de sábado por la noche, que sueña con convertirse en el doble chileno de Tony Manero, siendo capaz de hacer cualquier cosa para alcanzar sus objetivos. El personaje es un maniático trastornado que parece no desear la fama, sino más bien transformarse en su ídolo como una forma de escapar de la angustiante realidad que lo acecha. Para conseguirlo, acude constantemente a ver su film favorito en esas viejas salas del centro de Santiago, en escenas nostálgicas y enternecidas que rozan tanto lo emotivo como lo patético. La película en sí está cargada de escenas como ésta, que resaltan igual que joyas en el barro y nos dan intermitentes momentos de buen cine, aunque eso no sea suficiente para concluir una obra maestra. Lo que sí se logra es un ambiente viciado por los trastornos obsesivos de una sociedad violenta, en guerra constante contra los cuerdos y los idealistas, donde los psicópatas y los asesinos como Raúl Peralta encontraron su verdadero hogar.
Retrato de la marginalidad en dictadura.

Pablo Larraín, contra todo pronóstico y prejuicio, logra dar una visión muy atinada de ese Chile marginal de la dictadura, un punto de vista quizá personalizado y demasiado discutible, pero firme en sus verdaderos propósitos. El director logra interpelarnos con secuencias crudas y agresivas, además de guiños provocativos a nuestro deplorable pasado político, aunque su ya característica frivolidad cinematográfica y la eterna ambigüedad entre realidad y ficción, más bien nos lleven a perdernos en una película que pudo haber sido mucho más de lo que fue.

A pesar de esto, Tony Manero ganó un sinfín de premios y captó la atención de la crítica internacional, lo que quizá nos obligue a reconocer las aptitudes del director, aunque más que nada nos siga manteniendo alerta a la madurez de su talento y a la expectativa de que en un futuro próximo nos entregue una película que se defienda sola, sin necesidad de trofeos, contactos y artificios que medien por ella.

Por Patricio Contreras N.




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15/9/11

En la cama, de Matías Bize (2005)


En la cama se estrenó en un año privilegiado para el cine chileno, donde también se publicaron otras interesantes películas como Play, de Alicia Scherson, y La Sagrada Familia, de Sebastián Campos, ambas con muy buena recepción, dando paso a un optimismo favorable para renovar el estancado cine nacional, obstruido hace algunos años por obsesiones criollistas y populistas. Matías Bize, que antes ya había llamado la atención (tanto en Chile como en el extranjero) con su ópera prima Sábado (2003), se embarcaba en ese destacado 2005 al lanzamiento del presente film, apoyado por una productora alemana que lo ayudó en el procedimiento. El resultado fue una película sencilla pero profundamente conmovedora, fórmula que ya es parte del sello personal de este joven director.
Daniela (Blanca Lewin)

Para algunos, los espacios reducidos donde Bize sitúa sus largometrajes resultan aburridos y poco llamativos, a lo que uno se pregunta: ¿tendrán problemas de déficit atencional, necesitarán explosiones y tráfico de drogas para entretenerse, o aquella perspectiva estática les producirá algún tipo de claustrofobia? Porque esos ambientes limitados y tensos donde transcurren sus películas, más que nada buscan intensificar la emotividad de las situaciones, centrar la atención del espectador en la originalidad del guión y su recepción emocional, además de darle un terreno propicio a los actores para improvisar y dejarse llevar como si su vida diaria estuviera siendo filmada. Esta no resulta ser una mirada rentable ni mucho menos propicia para los espectadores de cine hollywoodense, y eso talvez explica las contradicciones entre su éxito de crítica y su irregular recepción mediática, aunque contraria a toda expectativa la cinta logró ser una de las películas chilenas más reconocidas del año, paseándose incluso por la televisión con muy buenos resultados.

Bruno (Gonzalo Valenzuela)
La historia se basa en solo dos protagonistas: Bruno (Gonzalo Valenzuela) y Daniela (Blanca Lewin), dos jovenes que en la misma noche se conocen, se gustan y deciden acabar en una pieza de motel. La película comienza y termina en la misma habitación, pero puede que su aventura no siga ese mismo recorrido, siendo la tensión entre lo efímero y lo trascendente una buena mirilla para empezar a ver el film. Porque a pesar de ser una película extremadamente minimalista, llena de silencios y detalles, un buen espectador sabrá llevarla mucho más allá, ya que hay un montón de emociones y espacios en blanco que sugieren una doble lectura que pervierte a la imaginación. Por lo mismo, después de apreciar como este par de jovenes se desnudan de cuerpo y alma, conversando, fumando, teniendo sexo y recorriendo el habitual camino que la pasión filtra antes del conocimiento total, es imposible dejar que la historia termine ahí, sin decir nada más, peor si uno sabe que esos encuentros fugaces donde la atracción y el interés es mutuo suelen ser el comienzo de inciertos finales.

Sexualidad y sensualidad.
Bize transforma el deseo y lo que podría entenderse como morbo en una pieza de arte vista por un voyerista paciente, más enamorado que excitado, más intelectual que caliente, y nos deja una postal de paso que retrata al Cupido de las grandes urbes, que muchas veces se emborracha como nosotros, o se acelera con la rutina haciendo vista gorda a muchas parejas que acaban fracasando o enamorándose a través de las vías del desengaño. Esta atractiva forma de plantear la sexualidad llevó a otros directores a "remakes" e intentos de plagio polémicamente reconocidos (ver enlace), que le dieron aún más tarima a la cinta. Pero aún así, En la cama es una obra que se defiende sola, que desnuda el talento y las pretenciones de un gran director, y vale la pena verla para darle una oportunidad reconociéndose en las torpezas y las intimidades de sus cautivantes personajes.

Por Patricio Contreras N.


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10/9/11

La buena vida, de Andrés Wood (2008)

El cine chileno, a lo largo de su irregular experiencia profesional, ha seguido una línea llena de vicisitudes y altibajos en cuanto a calidad, público y galardones. En estas tres improvisadas categorías, son muy recordadas algunas producciones que han logrado grandes triunfos en todos los aspectos, como Taxi para tres (2001), La nana (2009) o La vida de los peces (2010), las cuales han logrado no solo representar lo mejor de nuestro séptimo arte en todo el mundo, sino además acaparar un buen número de espectadores en los cines y conseguir un excelente nivel artístico y cinematográfico. Entre ellas es indispensable agregar a La buena vida, la cual, a pesar de no conseguir la aceptación mediática del ingrato público chileno, logró un histórico triunfo en los Goya al ser la segunda cinta nacional en ganar el premio a la Mejor Película Hispanoamericana (ver enlace), que dos años más tarde también ganaría Matías Bize con su ya citada (y subida con anterioridad por nosotros) La vida de los peces.
Teresa (Aline Küppenheim) y su hija.

La buena vida, además de haber sido exitosa y masivamente aceptada en muchos rincones del globo, tiene la gracia de ser un retrato político y socio-cultural del semblante más velado de nuestra capital, de ese Santiago de Chile maltratado en dictadura que hoy se yergue apesumbrado ante la expectación de toda Latinoamérica. Pero al decir que la cinta de Wood nos sirve como acercamiento a su devenir político, no hago referencia ni a partidos ni a banderas, sino a su organización natural y a su pueblo en la más pura definición humana, mostrándonos el daño que la rutina, la competencia capitalista y el individualismo le pueden hacer a una ciudad plagada de historias entrañables y sentimientos opacados por un sistema egoísta y mezquino. Todo esto se sugiere, se hace ver flotando entre huellas y vagos rastros de calidez, que se desprenden de una película aparentemente sencilla, pero llena hasta la raíz de un intenso sentido de humanidad que se refugia en la presentación de un puñado de vidas cruzadas, que luchan por alcanzar sus sueños entre los escombros de nuestra sonámbula capital.
Edmundo (Roberto Farías), peluquero.

La trama, como ya adelanté, se nutre de cuatro historias basadas en hechos reales, acontecidas en cualquier lugar de Santiago o de otra parte del mundo, evocadas por humildes personas que comparten anónimamente su día a día con nosotros. La intención es mostrar poco y proponer mucho, y el objetivo se logra a través de interesantes planos y secuencias, además de actuaciones a la altura de un film internacional en su más noble sentido de universalidad. Teresa (Aline Küppenheim), por ejemplo, es una psicóloga que imparte clases de sexualidad a un grupo de prostitutas, pero que además debe asumir el embarazo de su hija de 15 años (Manuela Martelli) y los problemas afectivos con su ex esposo Jorge (Alfredo Castro), representando así el refrán popular que reza: "en casa de herrero, cuchillo de palo". Por otra parte, Edmundo (Roberto Farías) es un peluquero con mala racha y problemas económicos que debe hacer hasta lo imposible para sobrevivir, con picardía pero con dignidad, mientras Mario (Eduardo Pacheco) es un clarinetista que anhela ser parte de la Orsquesta Filarmónica de Santiago, pero que acaba trabajando por dinero para el Orfeón de Carabineros de Chile, demostrándose en ambos personajes los perjuicios que puede generar en la vida privada una sociedad clasista, arribista y contaminada por una mentalidad de supervivencia personal que no deja tiempo para adentrarse en los problemas del prójimo. Esto es coronado por la solitaria figura de Patricia (Paula Sotelo), una prostituta en decadencia que agoniza de forma huraña sin aceptar ayuda de nadie, ejemplificando el síntoma más agudo y peligroso de nuestro ruin sistema actual.

Mario (Eduardo Pacheco), músico.
Las historias fluyen libremente y Santiago se hace partícipe como un personaje más, intención explicitada por su director en una gran cantidad de entrevistas y conferencias, donde llegó a señalar también que la idea es que "uno entre en un estado emocional por encima de las historias particulares", alejándose de directores como González Iñarritu y acercándose más al Robert Altman de Vidas cruzadas. Además, Wood ha planteado que su cinta es optimista en cuanto al "mundo micro", haciendo referencia al gran contenido humano y afectuoso de sus personajes, pero haciendo también un hincapié en la crítica oculta en su visión más "macro", funcionando como un llamado de atención y alerta frente al tipo de sociedad que se ha intentado crear en Chile después del golpe de Estado de 1973. De esta manera, se configura una película llena de matices e interesantes trasfondos, cumpliendo con la doble misión de revelar nuestra más íntima identidad, a la vez que se da un gran paso a la hora de construir una identidad cinematográfica para nuestro país.

Por todo lo ya mencionado, La buena vida es una película altamente recomendada, portadora de todo lo necesario para atraer hasta al público más exigente. Por si esto fuera poco, cuenta también con la participación del destacado folklorista chileno Chinoy, quien compuso para el soundtrack oficial un conmovedor tema titulado "Para el final" (ver enlace), completando así la lista de cualidades necesarias que toda buena película debería tener.

Por Patricio Contreras N.





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29/8/11

Tiempo, de Kim Ki-Duk (2006)


See-Hee (Sung Hyun-ah)
Quizá las cualidades más significativas de Kim Ki-Duk son su profundidad, su originalidad y su invaluable frescura lírica, que revitalizó notablemente el cine contemporáneo. En Tiempo, su décimo tercera producción, el director coreano practicó un ejercicio necesario pero riesgoso para cualquier artista capaz de respetarse a sí mismo: reinventar, cuestionar y replantear su método de trabajo. Tiempo sorprende por su gama de personajes, su considerable aumento de diálogos y su afán modernista que al mismo tiempo mantiene la esencia de su arte: un cine que ahonda en la complejidad humana apelando a las sensaciones, emociones y sentimientos que conforman nuestra integridad espiritual. De esta manera, la película funciona como una nueva tentativa del autor para descubrir la naturaleza más íntima de nuestra interioridad, a través de un cuestionamiento cinematográfico a dos de las más clásicas obsesiones de la humanidad: el amor y, por supuesto, el tiempo.

Ji-woo (Ha Jung-woo)
La delicadeza con que Kim Ki-Duk plantea sus ideas ya es reconocida de forma mundial, y en esta cinta no hace una excepción. El director nos interpela preguntándonos cuánto dura el amor, o cómo podría lograr la trascendencia deseada. Para ello, nos invita a conocer la vida amorosa de dos erráticos y contradictorios personajes que, en el fondo y a pesar de todo, se aman con sinceridad. Uno es Ji-woo (Ha Jung-woo), un inseguro pero correcto muchacho, que empieza a ver con preocupación como su pareja va perdiendo su estabilidad emocional, a través de celos y extrañas actitudes de carácter enfermizas. Su mujer, See-hee (Sung Hyun-Ah), es una muchacha temerosa y muy ansiosa que se ve traicionada por sus fobias, en realidad, un miedo intenso a que el angustioso pasar del tiempo acabe por alejar a Ji-woo de su lado. Como solución a ello, terminando también con la odiosa imagen que tenía de sí, decide contactar a un cirujano para cambiar total y radicalmente su aspecto. Ahí comenzará el verdadero drama de ambos.

Profunda crítica a la modernidad.
Mientras la cinta avanza, los cuestionamientos van adaptándose a las situaciones y el espectador se ve profundamente interpelado: ¿Será la artificialidad creada por el hombre un método adecuado para llegar al corazón? ¿Será el amor una fuerza capaz de romper las barreras del tiempo y la más frívola superficialidad? Claramente, la tentativa de provocar al sentimiento por métodos artificiales no resulta, no prospera, y la vitalidad del cine de Kim Ki-Duk nos introduce de lleno en las paradojas de la vida contemporánea. Los personajes se ven sujetos a cambios de aspecto, y se transforman en dos personas distintas, cambiando también de actores en escena. Pero el amor real no tiene rostro y los acecha reconociéndolos, persiguiéndolos con la cara amarga del deseo reprimido, ahogado de pésima manera, y ambos se van marchitando hasta llegar a desenlaces fatídicos. Todo esto está montando entre recursos líricos y una visualidad que nos envuelve en un mundo poético posible, pero colapsado de pasión y poderosas emociones que se balancean entre sus polaridades, entre sus cargas positivas y negativas. De esta forma, Kim Ki-Duk nos introduce en un sueño que se va volviendo pesadilla, llenándose de soledad y destrucción, haciéndonos partícipes de una historia de amor truncada por los vicios de la sociedad moderna.

Tiempo puede verse desde muchos ángulos, sin perder jamás el ritmo y la eficaz consistencia que le entrega su autor. Podemos hablar del destino, de la identidad, de los recuerdos, de la fragilidad del ser humano y los límites de nuestra realidad, sin pasar a llevar por ello la esencia del film. Así nos damos cuenta que Kim Ki-Duk ha vuelto a rodar una película sobre el hombre que se mira hacia acto, sintiendo el vértigo de semejante acción. Descubrimos que estamos nuevamente frente al espejo de nuestras debilidades, de nuestra precaria condición moral. Entendemos otra vez que Kim Ki-Duk es indiscutiblemente uno de los mejores directores de nuestra época.

Por Patricio Contreras N.





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23/8/11

Nueve Reinas, de Fabián Bielinsky (2000)


Latinoamérica tiene varias producciones que han pasado desapercibidas o que no han recibido la masificación que naturalmente esperaríamos. Podríamos decir que esto sucede porque estamos hartos del cine basura a que nos tienen acostumbrados: escenas de sexo en vano, insultos desmesurados y la mayoría de las veces abordando un tema político con tintes de resentimiento. Por todo esto y más, es que creo que el cine latinoamericano queda relegado a un segundo plano, privilegiando y absorbiendo lo que nos llega de Gringolandia o Europa. Si eso es bueno o malo, queda a juicio de cada persona.
Indudablemente el séptimo arte es transversal. No tiene color, bandera ni nación, y mi intención no es realizar un ranking en donde se separe por país las grandes creaciones del cine, para nada. Tan solo deseo fomentar la apreciación de películas de este lugar del mundo, que no tiene nada que envidiarle al viejo continente.

Marcos y Juan.
Podríamos decir que el país vecino de Argentina es el máximo exponente en Latinoamérica. Es una envidia sana la que rodea mi mente al divisar que al otro lado de la cordillera está arraigada la cultura cinéfila. Es envidiable y para aplaudir las grandes creaciones que han salido desde allí: Hombre mirando al Sudeste (1986), El Juego de Arcibel (2003) y El secreto de sus ojos (2009), por nombrar alguna de ellas. Películas con un alto contenido en su trama, genialidades que logran pasar la brecha del entretenimiento. Quiero decir que no son películas para pasar el rato, sino que dejan un legado en el inconsciente colectivo de la sociedad. Creaciones que te dejan "craneando" una y otra vez. Según algunos críticos de cine, la mejor película trasandina de los años 90 y principios del 2000, es Nueve Reinas (2000), y a mi parecer no están tan equivocados.

Ricardo Darín y Gastón Pauls.
Nueve Reinas es una genialidad por donde se la mire. Con un guión fresco y diálogos ágiles logra entretener y mantenerte pegado durante dos horas. Dicen por ahí que cuando algo es entretenido el tiempo se pasa volando, y eso es lo que ocurre con este film. Su director, Fabián Bielinsky, logró darle un nuevo aire a las películas de ladrones de poca monta, recurso ya archiconocido en la escena cinéfila.

La historia comienza cuando Juan (Gastón Pauls) ingresa a un servicentro a realizar una estafa a la cajera del lugar. Fortuitamente, se encuentra con el avezado usurero llamado Marcos (Ricardo Darín), después de haber llevado a cabo su cometido. Es allí donde estos dos maestros del crimen deciden unir sus fuerzas por un día, para ver si les resulta la alianza. Como si el destino estuviera coludido con ellos, les surge el negocio de sus vidas. El gran robo está por venir, pero no es tan fácil realizarlo. Tienen menos de un día para elaborar, sin cometer errores, su propia "gran estafa".

El espectador disfruta sin tener la menor idea de lo que ocurrirá. Eso es lo agradable de esta producción, que ni por más que lo intentes podrás predecir lo que sucederá al final. Es por esto y mucho más, que Nueve Reinas es una película que no debes dejar de ver.

Por Juan Pablo Hernández




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15/8/11

Dead Man, de Jim Jarmusch (1995)

Uno de los tópicos artísticos y literarios más estudiados en nuestro continente, es la llamada dicotomía entre civilización y barbarie. Es el punto esencial de libros tan importantes como el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento (ver enlace) y el Ariel de José Enrique Rodó (ver enlace). Ambos representan la postura latinoamericana frente a un conflicto que suele ser el eje de nuestros más grandes problemas socio-políticos, y que en Norteamérica no está excento de relevancia. Eso es demostrado por Jarmusch en Dead Man, un "western" moderno que aborda esta misma problemática desde una visión mística, metafísica y sobre todo irónica, ya que el director se introduce en el caos de la ruralidad y las raíces norteamericanas para crear un film lleno de matices, contradicciones y complejos simbolismos.
William Blake (Johnny Deep).

Johnny Depp posiblemente interpreta uno de los mejores papeles de su vida. Su personaje, William Blake, está inspirado en el homónimo poeta inglés del siglo XVIII, con quien guarda una extraña relación. Su compañero, un indio autóctono interpretado por Gary Farmer, es el encargado de guiarlo en su viaje desde la ciudad hasta el Oeste gringo, de su vida de oficinista hasta el sendero del crimen, desde la más estereotipada civilización hasta las profundidades de la barbarie. Esto también nos recuerda El matrimonio del cielo y del infierno de William Blake, del cual también se extraen importantes simbolismos.

Nadie o Xebeche (Gary Farmer).
La historia representa un viaje tanto interno como externo, ya que el paso de la ciudad al Oeste, de la civilización a la barbarie, también involucra un cambio interior en William que lo transforma poco a poco en uno de los asesinos más famosos de la zona, destino profetizado por Nadie (o Xebeche), su indio compañero, quien al conocerlo le predice que sus "poemas ahora serán escritos con sangre", haciendo referencia al poetá inglés y también a la futura destinación del personaje. La transformación de William es en realidad el sentido de la película, que expone el contexto y las situaciones claves que lo convierten en un auténtico salvaje, como su experiencia con el peyote (ver enlace), la asimilación de la vida nativa, la marginalidad con respecto a las leyes, etc. En esto es fundamental el apoyo de Nadie, quien se autodenomina así por la cruel condición que lleva la mayoría de los indígenes contemporáneos, quienes ya no pertenecen directamente a su tribu originaria ni tampoco logran adaptarse a la modernidad de nuestras ciudades. De esta manera, vagan sin rumbo en una especie de limbo, en su propio vacío de no-ser, de ser "nadie" tanto en la teoría como en la práctica.

Visualidad y trabajo conceptual.
Como se puede apreciar, detrás de la proyección superficial del film, se esconden un sinfín de detalles de hondo significado, como la decisión de grabar completamente en blanco y negro, acentuando las dicotomías y las contradicciones de la historia. También hay que estar atentos al soundtrack interpretado por el gran compositor norteamericano Neil Young, especialista en rock y folk experimental, quien grabó la música de la película improvisando mientras veía la primera edición de la misma.

Es así como Dead Man se va transformando en un gran caleidoscopio cultural, un ejemplo cinematográfico del mejor uso de la intertextualidad y la interculturalidad. Es una cinta compleja donde los personajes están increíblemente trabajados, el guión es una caja de sorpresas y el resultado acabó por ser una de las mejores películas de los 90'.

Por Patricio Contreras N.


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